Érase dos pistachos jóvenes. En su bolsa junto con otros 242 gramos de pistachos. Eran como todos sus compañeros de bolsa. ¿Iguales? No. A diferencia del resto estaban totalmente cerrados. Sin una ligera grieta que permitiese la entrada de un resquicio de luz. Por eso, el resto lo miraban mal y comentaban todo tipo de teorías. "Miradlos a esos, que no se pondrán morenos." "Seguro que esconden algo". "Aún serán terroristas". "Ábrete de una vez, todos fuimos jóvenes y estuvimos cerrados hasta que crecimos" "Abrirse es lo normal, es lo que hace todo el mundo" "Hay que adaptarse a la sociedad" Pero él se mantenía en sus trece. No iba a abrirse de ninguna de las maneras. ¿Por qué tenía que ser igual al resto? No quería ser un esclavo del sistema. Pero uno de los dos, para evitar ser visto como un bicho raro, acabo abriéndose. Cediendo a lo que pedía el resto. Y finalmente, un día se hizo la luz. El cielo se abrió (o el suelo, nunca llegaron a aclarar en la sociedad qué era cielo y que suelo). Una luz los deslumbro. Los dejo ciegos. Y de repente, una mano gigante empezó a llevárselos a todos de uno en uno. El pistacho joven esperaba que llegara su turno. Y llegó. Algo lo cogió. Lo zarandeó. Le dio varias vueltas. Y luego cayó. Encima de los restos de sus antiguos compañeros. Él se salvó. Su antiguo amigo y el resto, no.
Y como no, a veces buscando un símil, me pregunto si nosotros no hemos sido esos jóvenes pistachos. De jóvenes, tan ilusos, pensando que el mundo es nuestro. Que seremos diferentes. Que cambiaremos el mundo y no cederemos al sistema establecido. Rebeldes. Pero poco a poco, creciendo, dudas, vas cediendo y acabas dentro de él. Sin posibilidad de huir. Ya estás dentro. Ya no eres ese pistacho que se encuentra de vez en cuando totalmente cerrado en medio del resto... espere que me llegue lo más tarde posible... me quedan unos meses...
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